Dos
titanes de la cosmética en el siglo XX
Cuando Ovidio, en su Arte
de amar, aconsejaba a sus lectoras que se perfumasen las axilas,
llevasen las piernas depiladas, blanquearan sus dientes, usaran colorete, se
adornasen las mejillas con lunares postizos y resaltaran el brillo de sus ojos
con «ceniza fina», el poeta romano se
dirigía a una sociedad en la que las mujeres gozaban de significativas
libertades en casi todos los aspectos de la vida social.
Tras años de represión
dos imperios: Rubinstein y L’Oréal, nacidos ambos de la pobreza llegaron a
ser multimillonarios. Schueller (1881-1957), fundador de L’Oréal 1909, francés,
con pasado nazi y científico. Poseía un gran olfato para los negocios, mientras
que a Helena le gustaba fotografiarse con bata blanca en laboratorios, a pesar
de no tener ni idea de química, pero eso sí, era brillante de forma innata un marketing
que ni siquiera existía.
Helena Rubinstein (1870-1965),
judía, nacida en Polonia. Fundadora de la marca que lleva su nombre, se
convirtió en una de las mujeres más ricas del mundo. Emigró a Australia en
1902, sin dinero y poco inglés. Sus ropas elegantes y tez lechosa no pasaron
inadvertidas entre las damas de la ciudad y no tardó en encontrar compradoras de
los botes de crema de belleza que portaba en su equipaje.
Dichos magnates,
adictos al trabajo hicieron una enorme fortuna, ya que su talento eclosionó en
el momento adecuado.
Schueller, levantó su
imperio gracias a un tinte que no provocaba eccemas, y sus ventas se dispararon
en los años veinte, cuando los peinados cortos se pusieron en boga.
Ambas casas sobrevivieron
al periodo de guerras, sobre las simpatías y antipatías políticas particulares.
Además, Rubinstein, aprovechó el filón lanzando una línea masculina; un protector
solar para los soldados estadounidenses que marchaban al frente.
De Sídney, Helena
saltó a Londres, de ahí a París, donde abrió un salón en 1912. Su marido la
ayudó a escribir u propia publicidad y creó una pequeña editorial; El amante de Lady Chatterley.
La Primera Guerra
Mundial, supuso su salto a Nueva York, donde abrió nuevo salón, el precursor de
la cadena en todo el país. Se trataba de una sala principal tapizada de
terciopelo azul marino, decorada con revestimientos de madera de color rosa y
esculturas de Elie Nadelman, aquello era más bien un salón Luis XVI que un
salón de belleza; otras salas tenían inspiración chinesca, con biombos y
paredes en tonos negros, dorados y escarlatas.
Siempre fue muy
conscientes de la comercialización eficaz y packaging
de lujo, la atracción de la belleza con uniformes limpios, el valor del apoyo
de las celebridades, el valor percibido de sobreprecios (cuanto más subía los
precios más vendía), además de aportar celebres frases como: "No
hay mujeres feas, sólo los perezosas". Ella sabía lo que era marketing y lo más importante, como
aplicarlo.
Diminuta, rellenita,
siempre con tacones de aguja, con bombín sobre la cabeza y cubierta de
extravagantes joyas. Era la energía personificada; una figura cómica e
imponente a la vez.
Fue la primera
millonaria hecha a sí misma, un logro que le debía sobre todo a su publicidad
inteligente, a su marketing y una época dónde habá un campo que cubrir.
Ninguno de los
magnates; Rubinstein/L’Oréal, se conocieron personalmente, en 1988, tras años
de caza L’Oréal absorbió Rubinstein. Curiosa paradoja, la corporación manchada
por el nazismo, engullía a la fundada por una judía.
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